Sunday, June 15, 2008

El mensaje del tenis

El tenis es una parte esencial de mi vida. No soy tenista y el hecho de que lo practique cada vez que tengo oportunidad no me hace un miembro activo de ese deporte.
Empecé a tomarle gusto al tenis allá en los finales de los 80, cuando Gaby Sabatini pintaba para ser una gran tenista. Me gustaba verla jugar, aunque sea en los partidos en diferido que pasaba la TV por cable. Me acuerdo que el comentarista se llamaba Nicanor González del Solar. Yo no tenía idea del circuito ni de los resultados, asi que veía los partidos atrasados con la misma emoción de verlos en directo. A partir de eso comencé a enteder cómo se cuentan los games, los sets y los partidos. Fue entonces que empecé a entender como se organiza el circuito profesional, los torneos y las diferentes superficies.
De a poquito me fui enterando de los jugadores, las leyendas, las promesas y los fenómenos del momento. Gaby, la musa que lo inició todo, comenzó a ser ser una parte de algo mucho más grande. Me descubrí buscando resultados en diarios, TV, radio y, más tarde, en Internet.
Con Sabatini sufrí mucho más de lo que disfruté. Siempre pensé y pensaré que pudo, debió y mereció haber ganado mucho más de lo que lo hizo, pero esa es historia para otro blog.
El día menos pensado me encontré siguiendo la trayectoria de otros jugadores, hombres y mujeres. Aprendí a apreciar sus diferentes estilos de juego y todos los detalles que definen a la idividualidad del jugador.
El tenis se me metió en las venas. Sin pensarlo ni admitirlo, el tiempo dedicado a mirar y leer de tenis fue convirtiéndose en la parte más placentera de mi rutina. Inlcuso no tenía problema en programar el desperador para mirar un partido de primera ronda a las 3 o 4 de la mañana, cosa que aun hoy lo hago con la mayor alegría y entusiasmo.
Muchas veces me he preguntado qué es lo que hace que el tenis sea tan atractivo para mí. Tal vez sea justamente lo que muchos le critican: el idividualismo. O el egocentrismo, si se lo quiere poner en términos más cuestionables.
Me resulta fascinante el mensaje que viene encriptado detrás del escenario planteado por unas simples lineas blancas, una red, un par de raquetas, pelotitas amarillas y dos contrincantes para definir que al final de día, pase lo que pase, habrá solo un vencedor... y un solo vencido.
Para mí el mensaje es: Ahí está el escenario, ahí están las reglas del juego, ahí está un rival al otro lado de la red, con el mismo propósito, la misma meta: ganar. Anda y demuestra quién es el mejor.
Igualmente fascinante me parecen los elementos intangibles que salen a la luz a partir de una realidad física que incluso aveces parece beneficiar mayormente a una de las partes. A menudo es lo invisible a la vista lo que finalmente inclina la balanza a favor del ganador. La inteligencia, la estrategia, la pasión, la tenacidad, la perseverancia, la fe en uno mismo, la convicción de que el que quiere puede son factores que el ojo no ve y que la ciencia no puede medir, pero son elementos que intervienen para ganar partidos. Y de ese modo se moldean las carreras, se construyen las leyendas y se marcan vidas.
Cuando uno sigue la trayectoria de los tenistas y aprende a apreciar esos factores intangibles, también aprende a percibir cuando ellos salen a la luz en los grandes eventos, en los momentos más electrizantes de un enfrentamiento, cuando esos flashazos de divinidad se manifiestan en un punto crucial que convierte a lo imposible en realidad y baña de gloria al triunfador.
Es fácil y tremendamete placentero sentarse en el living de la casa el domingo y ver cómo Federer gana su quinto Wimbledon consecutivo, o como Nadal se lleva por cuarta vez y al hilo la corona de Roland Garros. Pero solo el jugador en carne propia y su círculo de entrenadores y familiares como testigos, son quienes pueden tener una real dimensión de ese momento de éxtasis que se comenzó a edificar años atrás, sobre la base de entrenamientos rigurosos, dietas, viajes y miles de renunciamientos a los placeres del común de la gente.
¿Cómo no llorar con Agassi cuando ganó la final de Roland Garros después de ir perdiendo dos sets a cero, para completar su colección de trofeos de Grand Slam, depués de regresar del abismo de caer más allá del puesto cien? ¿Cómo no estremecerse de alegría con Jennifer Capriati al ganar el Abierto de Australia tras regresar al circuito que le había impuesto la obligación de ganar a los 15 años, presión que la empujó a las drogas y a las malas amistades? Imposible no tomar prestado por unos minutos ese inmenso sentimiento de haber completado un plan maestro, de haber escalado hasta la mismisima cima para contemplar un horizonte que solo unos cuantos privilegiados pueden hacerlo.
Y el más poderoso de todos los mensajes es el que resuena en la mente de uno, el expectador. Un mensaje que viene de una propia voz interior: "Ellos son tan humanos como yo. Ellos se lo propusieron, ellos pudieron. ¿Que pasaría si yo trabajara con esa intensidad y creyera en mi mismo con la misma devoción? Ya sé, también yo sería un ganador. Se puede, se puede, se puede".
Ese mismo mensaje, entonces, se renueva en cada partido, en cada campeonato, sobre diferentes superficies, alrededor del mundo y con diferentes emisores o portadores. La señal es clara y la esperanza no se agota, porque en cada punto, en cada set, en cada partido y al final de cada campeonato estará presente el ejemplo nítido de que el que más cree, el que más quiere y el que mejor uso hace de los recursos que le han sido otorgados es el que se transporta al lugar donde solo se admiten ganadores.